Hoy he salido del hospital y he vuelto a casa. He pasado doce días, que es una exageración teniendo en cuenta mi lesión. Pero el Dr. Jordi Ardèvol, el médico que me operó, consideró que teniendo en cuenta que mi progresión era más lenta de lo habitual, sería conveniente continuar la recuperación en el mismo centro, que es más exhaustiva y controlada. Hace falta decir que la clínica ASEPEYO de Sant Cugat, se ha portado de una manera exquisita conmigo. Tan es así que hoy, cuando me he despedido de todas las enfermeras, de los dos fisios que me han tratado – Ruben y Elo- y del Dr. Barrachina, -un buen montañero que ha estado muy pendiente de mí-, he debido contener la emoción para evitar de ponerme a llorar.
Puedo decir sin paliativos que han sido los días más duros de mi vida. Ya sé que puede parecer exagerado o una frivolidad teniendo en cuenta los dramas del mundo mundial; ya lo sé, pero cada cual vive los avatares de la vida a su manera, y en las circunstancias que tocan. Y este vez se me han girado en contra todos los frentes al mismo tiempo. Como por una maldición, la primera pieza del dominó ha hecho caer todas las otras: la de la salud, la de el trabajo, la de los bancos y finalmente la del corazón.
Pero también me ha servido para saber que en el mundo, afortunadamente, hay algunos hombres buenos. Y en este sentido, tengo que agradecer el apoyo incondicional de muchos amigos, pero especialmente de mi familia y todavía más, de mis padres. Su espaldarazo es tan conmovedor, que uno tiene la sensación de que ni con todo el amor del mundo se podría explicar lo que hacen los padres por sus hijos. Como mínimo la mayoría de los padres. También los mío. Ahora hace unos meses, en el vestíbulo del Festival de Cine de Montaña de Torelló, una amiga me insinuaba con aquel tono sarcástico que en el fondo esconde una acusación, que yo era un inmaduro. Mi perplejidad fue doble, porque siendo cómo es una periodista, siempre había imaginado que era más observadora. Entonces me callé la respuesta porque la culpa no era del todo suya. Y es que alguien que no tiene hijos, nunca entenderá que el acto más enorme de generosidad y en consecuencia de madurez, es precisamente tener hijos. Pero siendo sincero conmigo mismo, debo reconocer que tenía parte de razón. Al padre de la Clara, mi hija, se le ha roto un cable de la rodilla, y todo lo que me rodea se ha desvanecido como un simple castillo de naipes. Ella pobrecita, ríe y canta y sigue dibujando, y no sabe que a su padre se le ha quemado la fábrica. Es el que tiene no ser funcionario, Clara. Es lo que tiene vivir del aire. Vivir de algo tan insubstancial y tan poco sólido como hacer montaña. Que conste que siempre he sido consciente y que siempre he dicho que la valentía está en vivir de la montaña, no en practicarla. Pero esto no saca que este país está lleno de valientes que dan lecciones desde la seguridad inmutable de un sistema que los otras han creado para ellos. Me encuentro unos cuántos cada día, pero esta es otra batalla.
Por suerte hay hombres como mi padre que han sido empujando toda la vida. Casi siempre en solitario y contra todos los elementos, y sin la ayuda de nadie. Y si debo dar un ejemplo de generosidad suprema, siempre hablaré y recordaré mis padres. Mis padres como ejemplo de todos aquellos que han estado a mi lado, y como faro ante de algunos silencios y de algunas ausencias. Así es como mi padre, ya jubilado, ha ido y vuelto casi a diario al hospital, con mi madre. A veces incluso desde Madrid. Hoy ha venido por última vez. Por traerme a casa. Y apenas me ha dejado, ha hecho las maletas de nuevo para Madrid, para seguir trabajando. Y me ha dejado sentado, diría que clavado, en la misma cama en el que durante tanto tiempo me ha visto crecer y convertirme en el que soy. En la misma cama dónde me pidió hace muchos años, la única cosa que me ha pedido en toda la vida: que fuera honesto. Cuando me ha dicho adiós y ha cerrado la puerta de la habitación, me he hecho un harto de llorar. Diría que como nunca a la vida.
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