Escribo desde un “Lodge” ubicado en la carretera de paso de Tingri. Como ocurre en muchas poblaciones del país, el pueblo se ha ido desplazando del antiguo y originario núcleo hacia la carretera que une la frontera con Lhasa, la capital del Tíbet. Los camiones y los coches esporádicos pasan a gran velocidad, levantando una polvareda considerable e invadiendo la tranquilidad con un ensordecedor toque insistente y absurdo del claxon: ya casi nadie para en Tingri. Lo que fue un poblado muy emblemático del Tíbet, lugar de partida de las míticas expediciones antiguas, se ha convertido en un pueblo de carretera. En el Lodge me sirven un té bien caliente; fuera hace frío. Unas chicas jóvenes, vestidas de occidentales, juegan a cartas y consultan el móvil cada dos por tres. La modernidad ha llegado ya hace tiempo en el Tíbet. Cada vez con más insistencia.

Pero el entorno continúa, por suerte, inalterable a los nuevos tiempos. Tingri preside una de las llanuras más impresionantes de la tierra, de una extensión vasta que relaja la vista. El invierno empieza a dejar paso al verde tímido, pero las tonalidades esteparias todavía dominan el horizonte lejano. Los ríos se abren paso con perezosa parsimonia, haciendo amplios rodeos y ofreciendo el reflejo lejano del cielo del Himalaya. El ambiente es nítido, tan claro que se puede ver con claridad cualquier detalle a cientos de kilómetros. El espectáculo pero quedaría incompleto si no fuera gracias a un cielo estratosférico, de un azul metálico puro y uniforme, que domina el escenario para darle aún más amplitud y grandiosidad. Desde las colinas de los alrededores se pueden intuir rebaños de ganado, deambulando errática y pausadamente, y los poblados más apartados de la carretera, situados siempre al pie de los cerros para protegerse del viento. Por el norte, la llanura de Tingri limita con una cordillera agreste, árida y bien seca, a menudo resquebrajada por las aguas sin obstáculo, de unas tonalidades ocres que a menudo contrastan con el gris intenso de las nubes del atardecer. Por el sur, el límite es el espectáculo de los Dioses. El Himalaya se alza con opulencia. Y por encima de todas las cumbres, el Everest o Chomolungma, saca la cabeza con el derecho que confiere la majestuosidad.

Un Dios para los Tibetanos, supongo que también para las chicas que juegan a las cartas y que “chatean” por el móvil. Mañana llegaremos a sus pies. Que su magnanimidad nos proteja.