Los días pasan ahora con una celeridad que contrasta con la supuesta quietud de un mundo atrapado, por dimensiones y por eternidad glaciar, en otra escala del tiempo. El lunes pasado llegué a la cota máxima desde que salimos de casa. Después de pasar una noche en el Collado Norte – el Campo 1 a 7.000 m- hicimos frente a la primera etapa en altura, y por tanto el primer ensayo del cuerpo a las condiciones similares a las que puede haber en la cima. Pero aún muy lejanas. De hecho este es la gran duda permanente. ¿Hasta qué punto hay que aclimatarse y con qué desgaste? Personalmente me encontré bastante bien, pero tengo la sensación de que me cansé más de lo que esperaba. Pero claro, también hay que decir que era la primera vez que subíamos tan alto. El día fue radiante, con una brisa constante que enfriaba el cuerpo pero que al mismo tiempo nos ofrecía un espacio nítido y ancho, con una visión privilegiada como la que sólo puede darse en el Everest. Tan sólo unos pocos metros por encima del Collado Norte, el espectáculo ya es único. De hecho el atardecer anterior me pasé casi una hora, bajo un frío intenso, viendo como el sol ofrecía sus últimos rayos a la tierra.
Debo confesar que este lugar me apasiona. Dejarme impregnar por su magia y ver cómo la luz se filtraba entre las nubes desgarradas del atardecer, aferradas alrededor de las cumbres, que asomaban como islotes en medio de un océano caótico y gris. De repente el cielo se abrió y se desveló ante mí la colosal cara norte del Everest, que con sus 2600 metros de desnivel, se alzaba por encima de mí, inmenso y silencioso, desde la cima hasta el fondo del valle, mil metros por debajo de mis pies hasta el Lho-La, el collado que da al Nepal. Podía reconocer con emoción los lugares por donde había pasado durante mis intentos al corredor Hornbein. La quietud y el silencio desplegaban toda una serie de recuerdos entrañables, ligados a aquella masa impasible y aparentemente indiferente a mis sentimientos. Por unos momentos me invadió la sensación de que en el mundo sólo estábamos el Everest y yo, y que no había nadie más. Una percepción a medio camino entre la angustia del vacío material y el amor incondicional de un ser pequeño e insignificante.
El día siguiente subimos a buen ritmo por la larga y monótona arista norte pero nuevamente el entorno y la fortuna de estar en un lugar tan privilegiado me transmitían una energía adicional para combatir la falta evidente de oxígeno, que se empezó a notar a partir de los 7.500 m. Es en este punto, cuando empieza la parte rocosa de la arista, que se puede empezar a instalar el Campo 2. Subí lentamente entre las rocas, trepando como un robot un poco torpe,-las botas grandes, el mono de plumas-, pero todas las plataformas estaban ocupadas. Finalmente al llegar a los 7.700 m coincidí con mi amigo australiano Andrew Lock, que me confirmaba que más arriba tampoco había lugar. Así que dejamos un depósito de material pensando en una solución para más adelante.
Paso un buen rato en el Campo 2. Respiro profundamente esa atmósfera extraña y ligera. Bajamos juntos lentamente. Las nubes vuelven a hacer presencia. Nieva tímidamente cuando llegamos al Collado Norte. Volvemos a dormir para terminar de aclimatarnos. La noche, en medio del insomnio por la altura, y bajo la sombra plateada del Everest en plena luna llena, me invade con los recuerdos del pasado y las dudas del futuro. Sólo hemos llegado a los 7700 m y queda un largo camino, lleno de interrogantes y de retos. Pero también del nuevo camino que siempre he soñado descubrir.
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