Tengo la costumbre de levantarme temprano. Aprovechando que las mañanas son claras y nítidas, paseo tranquilamente por los alrededores del Campo Base, embozado hasta las orejas: hasta que no llega el sol, el frío es intenso. El Everest preside el escenario todavía en la sombra. En el flanco este del amplio valle donde estamos instalados, -cuenca glacial del antiguo glaciar que descendía del Everest hace miles de años- llega el privilegio de los primeros rayos de sol. Imposibles y frágiles torreones de roca remontan la falda del valle. El cielo del alba es de un azul uniforme, sin disidencias cromáticas, un azulado que añade el contraste necesario y justo a los tonos ocres de la tierra del Tíbet. Las primeras perdices revolotean a nuestro alrededor. De vez en cuando alzan el vuelo tosco y pesado, de pocos metros, sin grandes pretensiones, mientras por encima, de vez en cuando, el vuelo señorial y soberbio de algún águila o buitre, ejerce su dominio altivo y contundente. La primavera va abriéndose paso también aquí en el Campo Base Chino. Mañana partiremos hacia el Campo Base Avanzado, a dos días de aquí y justo al pie del Everest, donde nos instalaremos casi durante toda la expedición.

Hace dos días y como proceso de aclimatación, anduvimos hasta el Campo Base de la majestuosa Cara Norte del Everest, que acede directamente al pie de la cara norte, y a no confundir con nuestro Campo Base Avanzado, que da acceso a la arista norte, la ruta por la cual intentaremos el Everest. Este es un lugar de peregrinaje personal que siempre he visitado cuando he estado en el Tíbet. De hecho estuve instalado los años 1995 y 2006, con sendos intentos a la Cara Norte directa, concretamente por prestigioso Corredor Hornbein. El rincón es bucólico, el último punto con indicios de vida, bien protegido y cubierto de una milagrosa alfombra de hierba y con un pequeño estanque, ahora seco. Al oeste, el Pumori saca la cabeza entre cumbres imponentes pero desconocidas. Y por el norte, la gran cara norte del Everest se alza 2600 metres directos hasta la cumbre. El lugar es espectacular, dotado de una espiritualidad que no sabría definir con pocas palabras. El Everest se alza inquietante, con una mezcla extraña de belleza y desafinamiento extremo. A sus pies, el extenso y amplio glaciar, obre el camino a los penitentes de hielo, que parecen hacer reverencia con una permanencia helada e intemporal. El espacio es amplio, dominado por un silencio faraónico, y el tiempo parece haber quedado prisionero de un espacio aislado del resto de la tierra. Aquí, bien cerca, yace la tumba de Xavi Lamas, nuestro amigo que murió en 1995. Siento su presencia en todo el espacio inmenso. Cierro los ojos y veo su cara, con una perfección sorprendente. Me resulta difícil no hablarle durante unos instantes y escuchar sus palabras retumbar dentro de mí. Lo decía antes. Este es un punto especial de la tierra. Un lugar que representa un túnel en el tiempo. Confluyen en él recuerdos contrapuestos, de amor y rabia, de sonrisas cómplices a medio camino, de un impreciso y confuso veredicto. Lo repito, el espacio es inmenso, adimensional, y los espíritus de Xavi y del Everest parecen volar libremente y entrecruzados entre los abismos infinitos de estas montañas.