El día 23 de abril, el día de celebración más bonito en Catalunya, llegamos al Campo Base Avanzado, situado a unos imponentes 6.400 m. de altura. El trayecto que separa el CB del CBA discurre durante 23 kilómetros dentro del glaciar del Rongbuk Occidental. Ahora escribo desde nuestra tienda-oficina provisional absolutamente abrigados, a bastantes grados bajo cero y aún bajo los efectos recientes de los cambios repentinos de altura y de temperatura. El cuerpo aún no sabe muy bien dónde está. La mente es poco ágil y el espíritu está ciertamente un poco confundido. Llevamos dos días moviendo piedras arriba y abajo, creando plataformas a pico y pala donde había pendientes de roca y hielo, montando tiendas y hoy por fin instalando temporalmente las placas solares y los terminales de internet vía satélite. Esta es una parte que no sale nunca ni en las crónicas ni en las imágenes, pero que es tanto o más importante que las más fructuosamente visibles. Nada más llegar aquí, los yaks -los animales que cargan todo el equipamiento- nos dejaron las cargas en un lugar equivocado, o en todo caso, en un punto imposible para instalar nuestro Campo Base. A toda prisa tuve que buscar un nuevo emplazamiento, en medio de un frío intenso y después de un largo día de marcha. Una vez encontrada una ubicación más adecuada, -previa negociación con otra expedición-, tuve que buscar otros yaks ya que los nuestros nos habían abandonado durante la búsqueda. Tras otra negociación con unos tibetanos, pudimos trasladar parte de la carga desde el lugar donde lo habían abandonado hasta nuestro Campo Base definitivo. Aunque parezca mentira todo el proceso nos costó unas tres horas. El personal de la agencia llegó muy tarde ya que el cocinero no se encontraba muy bien y vino muy lento. Exhaustos nos pusimos a acondicionar una plataforma para montar una tienda-cocina provisional. Tras cuatro horas de frío y angustias tomábamos la primera taza de sopa. Ya era casi de noche.

A pesar de las dificultades, los recuerdos de los dos días de marcha hasta aquí, y aunque me quedan ya muy lejanos, los tengo bien presentes. El trayecto que remonta el glaciar del Rongbuk Occidental recuerda el Gran Cañón del Colorado. El atardecer en el Campo intermedio, fue una cata de convivencia esporádica con los pastores tibetanos que conducen los yaks. Como si la nuestra también fuera una vida nómada, el lenguaje gesticular aproximaba dos mundos muy diferentes, un intercambio que siempre me ha entusiasmado y que me transporta, si se me permite la cándida ilusión, a las sensaciones de los primeros exploradores. De fondo, el cálido ruido de los yaks, dispersados una cincuentena en el estrecho espacio en el que convivíamos todos juntos. Animales pesados y potentes, de cornamenta desafiante, de perfil jorobado parecido al de los búfalos americanos, a primera vista parecen lentos, pacíficos, indiferentes y sumisos, pero despiertan con esporádicas reacciones que desvelan su pasado más salvaje e indisciplinado.

Los torreones rojizos unos mil metros por encima de nuestras cabezas, nos podrían transportar a otro mundo, pero el “dalbat”-el típico plato nepalí de arroz y lentejas- que comemos de pie nos recuerda que estamos en el Tíbet y que al día siguiente llegaremos al pie del Chomolungma, el Everest en el idioma tibetano. Hoy lo recuerdo, medio tembloroso, el frío intenso, el aire escaso, la ilusión llena.