Hoy nieva en el Campo Base Avanzado (CBA, 6400 m). Es el primer día que lo hace, después de muchos días de intenso viento. Una vez concluida la primera fase de aclimatación, que consistió en subir el Collado Norte (7000 m), decidimos bajar dos días al Campo Base Chino (5150m). Justo ayer volvimos a subir al CBA en el día, con un buen horario de menos de seis horas. Pero hoy el salto de altura se vuelve a notar y vivir aquí nos convierte en unos seres lentos y poco ágiles, y sobre todo sin la chispa de vitalidad de que presumíamos mientras subíamos. La lentitud atenuada con que cae la nieve se transmite a nuestro estado de ánimo. No es fácil convivir con un estado de lasitud física.
En este sentido la bajada al CB Chino es como una huida hacia la vida, ya en cada paso uno tiene la sensación de que la vida te entra por los pulmones con una ansiosa desesperación. El espectáculo además es magnífico. El glaciar del Rongbuk oriental se abre paso en medio de un valle de altivos torreones dolomíticos hasta desembocar en el glaciar principal, punto donde se descubre el Pumori y toda la cara Norte del Everest. Es así como se entra de nuevo a la vida, rodeado de una belleza de atardecer silencioso, porque lo mejor de todo fue poder disfrutar de ese día completamente solos, talmente con la sensación de que éramos los primeros en descubrir este lugar. Y una vez más, podía constatar la profunda conexión que ha establecido mi espíritu con este rincón del mundo.
Los dos días que estuvimos en el CB Chino fueron tranquilos con un precioso descubrimiento. El segundo día nos acercamos al pequeño monasterio de Dupkhang. Más antiguo pero menos conocido que el célebre monasterio de Rongbuk y situado un kilómetro después, no lo había visitado nunca. Y es que, camuflado con un preciso mimetismo cromático y formal con las rocas agrestes donde está encajado, pasaría inadvertido si no fuera por la cantidad de banderas de oración que lo culminan. Según me dicen, se trata de uno de los templos más importantes del budismo. Y no me extraña. La presencia en el fondo del Chomolungma -el topónimo original tibetano de Everest- y los altivos e imponentes torreones que lo custodian infieren en el lugar un estado de solemnidad y de espiritualidad que ninguna arquitectura grandilocuente podría llegar a conseguir. Paseo durante una hora en silencio por el laberinto de stupas y templos, la mayoría medio derruidos. Fotografío insaciablemente. Quisiera capturar el espíritu que flota en el aire. No fui capaz. El lama que habita en solitario el templo me invita a entrar. Le indico con gestos primitivos que quiero escalar el Chomolungma. Me coge del brazo y me lleva hasta un mural, donde está representado el Chomolungma.
Con un gesto entiendo que me desea suerte. Nos miramos fijamente durante unos segundos y entre los dos se establece un vínculo intemporal, difícil de explicar. Acabamos sonriendo. Una sonrisa que acerca dos mundos tan diferentes y que al mismo tiempo enlaza nuestros dos Chomolungma particulares: su objeto de culto, mi objeto de adoración.
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